domingo, 20 de julio de 2008

I

Ésta es la breve historia de una chica, llamémosle I, por llamarla de alguna manera. I vivía tranquilamente dedicándose a sus cositas (que eran muchas y muy variadas) y enseñando a sus alumnas: a dos cardos borriqueros a ser más cariñosas, cómo desprender más sensualidad a otra, cómo vencer el mal de amores o hechizar al más reticente e incluso a las más torpes les enseñaba cómo abrir una naranja utilizando sólo las manos y sin tardar en ello una eternidad.
I era una chica especial, se decía que tenía poderes. Pero sólo sus más allegadas sabían que si se reía mucho, mucho, sus párpados se doblaban hacia arriba, en un prodigio de contorsionismo facial.
I sabía un montón de cosas. Y las que no sabía, se las inventaba, porque más de una se hubiera muerto en el acto si una pregunta formulada a I quedaba sin responder.
Pero lo que no sabía I es lo que le depararía el destino un día ventoso, en el que soplaba un viento de Levante por lo menos, ese viento que vuelve loca a la gente, que hasta se dice que ese día una amiga le mordió los dedos de una mano a otra haciéndola sangrar. Pues estando en perfecto estado nuestra I, seguramente empujada por ese viento traidor, se cayó en un seto. Y el seto, con ese complicado interior que tienen los setos lleno de ramas y engranajes para atrapar a los infelices, no la dejó salir. Los viandantes sólo podían ver unos pies asomando y unos gritos lejanos, y los días seguían pasando.
-¿Qué hace usted ahí, señorita? ¿No ve que está aplastando al seto, no ve que lo está haciendo sufrir?- dijo de repente una voz, dirigiéndose a los pies que sobresalían.
-Si pudiera salir, ¿no cree que ya lo habría hecho?- contestó I, en un derroche de simpatía y buenas maneras.
Con ayuda de este personaje I consiguió salir del seto que la atrapaba, no sin esfuerzo, ya que este nuevo personaje en la vida de I era un poco delgadurrio y ya se sabe que los setos son como cárceles vegetales.
-Me llamo M y soy ecologista por convicción y nudista por vocación.
I lo miró mientras se levantaba, de abajo a arriba, contrariamente a los que se suele hacer, con lo que lo primero que pudo ver fueron sus escayolas (para los profanos, zapatos con calcetines blancos). Pero al seguir subiendo se encontró con su sonrisa permanente.
-¿Sabes, M? Creo que éste es el principio de una gran amistad. Pero si algún día, por casualidad digo, llegáramos a casarnos... ¿Me prometes que no llevarás calcetines blancos?

jueves, 17 de julio de 2008

Wonder woman

Como muchos sabrán y otros se estarán enterando al leer estas líneas, hace unos meses que sufro de un mal que al principio no me dejaba vivir y con el que ahora comparto mi vida. Muchos han dado por llamarlo ansiedad. Yo prefiero llamarle “hueso de pollo”, porque se me atraviesa en la garganta y por mucho que yo trague, pues ni p’arriba ni p’abajo, ahí se queda.
Desde que llegó a mi vida este entrañable cuerpo extraño, voy de médico en médico buscando una solución que nadie sabe darme. Me enfado, lloro, trato de calmarme, y finalmente me lo tomo con filosofía. Una montaña rusa de emociones, pura adrenalina mi vida, oiga.
El caso es, que desde que Hueso de pollo y yo compartimos cuerpo, la gente se solidariza mucho conmigo y me regala cosas. Así es como llegaron a mi vida, además de la cinta de típex correctora que me regaló Ra, las Flores de Bach.
Las Flores de Bach son un remedio homeopático que consiste en, según la dolencia que uno tenga, hacer una mezcla de flores determinada que son mano de santo. Ésas son las Flores de Bach de toda la vida. Pero luego están las Flores de Bach de emergencia, que se llaman “Rescue” y están indicadas para casos de pánico, depresión, y un montón de situaciones extremas que yo no sufro, porque la verdad es que Hueso de Pollo y yo dormimos muy bien. En fin, que mi amigo Juanito, con la mejor intención del mundo, me las regaló para intentar acabar con mi intruso.
Las Flores de Bach son un somnífero. Créanme. Es ponerse 4 gotas en la lengua y caer en un profundo sopor del que es difícil salir incluso al día siguiente. Y tienen un sabor a aguardiente que las hace aún más adictivas.
Todo el mundo recurre a las flores de Bach en algún momento en Can Chatunga. Y yo, cual Anthony Blake homeopático, voy durmiendo a la gente a golpe de pipeta mientras chasqueo los dedos: “1, 2, 3, dormido”.
Por otro lado, con todo este jaleo, he cambiado de médico de cabecera para toparme con un personaje de película con toda la pinta de haberse escapado de un psiquiátrico para ponerse una bata de médico y hacer feliz a la gente con gracietas del tipo “me duele el oído y estoy un poco sorda”, “pues entonces le puedo llamar gorda sin que se entere”. A mi Hueso le cae genial, es verlo, y le anima el día. Este médico siempre le lleva la contraria a todo el mundo, y como es tan simpático, pues le hago caso a él. Me ha aconsejado antihistamínicos y un spray de própolis que usa él también. Por miedo a convertirme en la Bella Durmiente, he optado por dejar las Flores de Bach y probar los antihistamínicos. Pero lo mismo. Por las mañanas me despierto con un sopor insoportable, que hasta diría que veo borroso, como en las escenas de sueños de las películas.
Total, que esta mañana he llegado tarde a trabajar otra vez, despeluchada y muerta de hambre, para pasar aquí unas horas de cuerpo presente, porque mi mente aún está en un lecho de pétalos de Bach del que es muy difícil salir, tengan cuidado.

miércoles, 2 de julio de 2008

1080, ni pa ti ni pa mí

Me acaban de dar la terrible noticia de la muerte de Simone Ortega, inspiración culinaria para muchos y muchas y autora de uno de los libros mas vendidos en este país, tras El Quijote y la Biblia. Tenía en mente una entrada sobre los Kikos, secta católica que me tiene sorbido el seso desde que han llegado a mi vida (no literalmente, menos mal), pero tendrá que esperar. Simone lo merece.
Creo que fui yo la que introduje en mi piso de Santiago a Simone, tras robarle el libro a mi hermano. Y rebautizada rápidamente como Saimon (like “Simon says”), entró en nuestras vidas con sus 1080 recetas de cocina. Número curioso, 1080. ¿Por qué no 1000 o 1100? Ya nunca lo sabremos. Me lo imagino como una apuesta con su hija Inés, quien hábilmente la sustituyó en las últimas páginas del ¡Hola!, con una receta nueva cada semana, a ver cuál de las dos sabía más recetas.
Saimon era especial. Era la musa de la cocina, la inspiración gastronómica. Y para más inri, nuera de Ortega y Gasset. Y esposa del fundador de “El País”. Y, detalle que acabo de descubrir para mi jolgorio, mujer emprendedora que montó con unas amigas ¡la primera tienda de bricolaje de Madrid!
A Saimon no se la podía seguir al pie de la letra nunca. Ella se empeñaba en concretar las cantidades, ya fuera tantos gramos de sal o de azúcar, y siempre tiraba a la sosería (quizá como muestra de clase). Cuando uno ya era un alumno avezado de Saimon, pues las cantidades se echaban a ojo de buen cubero y sin problema.
Las 1080 recetas de Saimon están cargadas de pequeños detalles que se le escapan a los no iniciados. Hay una receta, que creo que tengo señalada en mi libro, que en la lista de ingredientes necesarios indica que requiere “unas gotas de líquido amarillo”. Anonadada me quedé en su día.
Pero sin duda, mi toque favorito marca de la casa, es que cada vez que una receta necesita clavo, Saimon rápidamente puntualiza entre paréntesis “especia”. Saimon siempre prudente, no fuera a ser que alguno de sus seguidores menos mañosos le echaran un puñado de tornillos a la cazuela y echaran a perder el plato. Quizá le venga este miedo de sus tiempos en la tienda de bricolaje.
Allá donde estés, Saimon, te imagino haciendo una quesada y epatando a los angelitos ésos que no saben sacarle más partido a un bote de Philadelphia que hacerse unas simples tostadas.