lunes, 15 de octubre de 2007

Octubre 2006

Miedo no
Hay gente que nace predestinada para ser valiente en esta vida y llevar a cabo grandes gestas con las que pasará a la posteridad. Yo no, lo tengo claro.
Yo no destaco por mi valentía y por mi audacia. Y el problema más grave es que mi valentía, escondida en lo más recóndito de mi ser, escoge los peores momentos para dar la cara.
Mi primer acto de valentía espontánea fue el primer año de instituto, concretamente el último día de clase. Allá estaba yo jugando inocente a tirarme globos de agua con mis compañeros de clase, con lo de peligroso que tiene ese juego según mi abuela, que provoca frecuentes roturas nasales. No, no era este hecho mi acto de valentía; continúo, pues. En ese entretenimiento me hallaba cuando se me acercó uno de los Malotes, clan de macarrillas muy popular en mi ciudad, que tenía su hábitat natural justo al lado de mi instituto, en Las Jaulas de la Alameda, lugar que les venía al pelo. Pues lo dicho, se me acercó Damián el Malote y me exigió que le diera uno de los dos globos de agua que llevaba yo bien llenitos. Ante mi negativa, Damián optó por explotarme uno de los susodichos globos encima. ¿Y que hice yo, en un arranque de valentía? Pues corresponderle explotándole encima el globo restante, para su sorpresa y para la mía, todo sea dicho, como un acto reflejo. Entonces se materializaron a mi alrededor unos cuantos Malotes más y me tiraron de cabeza al estanque de los patos. He de decir que el último día de clase es frecuente que alguno acabe en ese estanque, pero yo ese día no tenía ese destino hasta el incidente con los Malotes. Lo único que recuerdo gracioso fue coincidir yendo a casa con mi amiga Begoña, que también había acabado por no sé qué motivos en el estanque de los patos, caminando muy indignadas hacia casa, chorreando. Y conservo fresco un odio profundo y visceral hacia Damián el Malote.
Mi segundo y último arranque de valentía fue esta misma noche, en el Papillón (pronúnciese Pápilon). Concretamente en la puerta del susodicho bar. Pues acababa de despedir a Ra, que se me dormía para variar y me disponía a reintroducirme en el local, cuando los porteros, en esta ocasión dos negros de dos metros cada uno, me negaron la entrada alegando que si había salido ya no podría entrar, cosa que me indignó sobremanera y procedí a un intercambio de opiniones más comúnmente denominado tocar los huevos al personal. Los dos sujetos no se apeaban de la burra y yo menos, así que argumentando que si no me dejaban entrar, tranquilita y silenciosa como estaba, procedería a hacer ruído para despertar al vecindario. En buena hora se me ocurrió tal amenaza, porque al primer gesto de llamar a los telefonillos del portal de al lado del local, que es la peor cosa que le puedes hacer a uno de estos sujetos porteriles, uno de los mismos me enganchó por el cuello y me empujó contra la pared. ¡A mí, con lo poquita cosa que soy, que sobra un brazo para abarcar mi envergadura, que caben 40 como yo en un 4x4! Mi arranque de valentía continuó con unos berridos amenazantes sugiriendo por su bien (¡ja!) que me soltara, cosa que afortunadamente hizo. Creí oportuno el momento para poner pies en polvorosa, pero de camino fui llamando a todos los telefonillos que encontraba a mi paso, como pequeña venganza personal que se traduciría en unas cuantas denuncias más para el local. Recordemos que allí hace unos meses me robaron el bolso y en la comisaría me enteré que acumulaban cienes y cienes de denuncias. Pues mientras iba yo despertando al vecindario me fui haciendo con una pandilla de seguidores que debían pensar que yo era una pequeña gamberra urbana, e incluso me pareció oir una petición de matrimonio.
Me fui disparada a buscar a Albert, fuente inagotable de consuelo y bienestar, y de repente reparé en lo que había pasado, que esos sujetos eran los mismos que habían palizado a Juan Lindo unos meses atrás y al ser consciente de todo me asusté un montón, todo esto a posteriori, claro. Y lloré y lloré, hasta que me cansé.
Cadillac solitario
Hay lugares mágicos en la vida de cada uno. Lugares que cuando vuelves, la cabeza te da mil vueltas. Sitios en los que parece que respirar es más fácil, que el aire es más puro. Y ayer volví a uno de ellos, el Tibidabo.
La primera vez que estuve allí fue hace cuatro años, creo recordar, cuando vinimos a visitar a Noa, que de aquella se dedicaba a dar de comer a los pingüinos del aquarium. Después de una noche surrealista como pocas, acabamos sentadas delante de La Sal (aquel gran antro en el que cada noche era un aventura) en un sillón que supongo esperaba pasar a mejor vida delante de un contenedor. Allí estuvimos un buen rato hablando con Raimon y con Ferrán de la gripe asiática o la de los pollos o yo que sé de qué enfermedad hablábamos de aquella, cualquiera posterior a la de las vacas locas (época en la que mi hermano Carlitos Mosquera había decidido esperar la muerte sentado en un sillón porque dado su elevado consumo de carne en casa de mi abuela tenía todas las papeletas para desarrollar la enfermedad).
Pues lo dicho, allí estábamos sentadas, parloteando ya de mañanita con estos individuos, cuando nos percatamos que un par de chicos de buen ver nos observaban desde una distancia prudente y nos reían todos los chistes, sin atreverse a acercarse, intimidados por nuestros nuevos amigos. Al cabo de un rato dejamos a estos chicos y nos dirigimos a casa, y en el camino un coche nos pitó y se paró. Eran los chicos que nos observaban. Nos invitaron a ir a desayunar, y allá nos fuimos, sin pensar, contagiadas aún por el ambiente festivo de la noche que alargábamos. El conductor se llamaba Marc, y tenía una sola rasta, muy finita. Amor a primera vista. Por mi parte, y por la de todas mis amigas.
Marc, que era músico y repartidor de La Vanguardia, nos sugirió subir al Tibidabo, a ver la mejor vista de Barcelona. Subimos dando tumbos, pillando las curvas a lo loco. Marc nos hablaba, sin mirar la carretera, mientras de fondo sonaba Stevie Wonder. Ahora me parece una situación de lo más ridícula, pero en el momento la vida era maravillosa. Nos daba igual despeñarnos, si nos despeñábamos con Marc. El recién conocido y maravilloso Marc.
Y llegamos arriba. Y la mejor vista del mundo se presentaba a nuestros pies, junto al antiguo parque de atracciones. Y llenándome los ojos de Barcelona decidí que yo quería vivir aquí, y volver a ver esa vista y a Marc.
Después nos llevaron al Laberinto de Horta (allí donde Bustamante grabó uno de sus últimos y exitosos videoclips). Tratamos de saltar la valla cuando el portero se acercó y nos dijo que esperáramos un rato, que abrirían la puerta y ese día no sé porqué era gratis. Nos pasamos la mañana tumbados al sol, contando historias, mirando a Marc embobadas, intentando seguir alargando el tiempo, intentando olvidar que esa tarde volvíamos a Galicia.
Y cuatro años después, aquí estoy. Y ayer, descifrando el mapa desde lo alto me acordé de aquel día, de todo lo que ha llovido desde entones y lo que está por caer. Y de lo feliz que soy.
Madre no hay más que una
No sé si alguna vez he hablado del origen extraterrestre de mi señora madre, de la mismísima estrella Antares, de la constelación de Escorpio. Si no lo he hecho ya lo haré en otro momento, porque la última de esta gran mujer que nos dio la vida a mí y a Carlitos Mosquera es muy buena.
En mi casa somos muy de brujas, velas y conjuros. Tanto que tenemos a Jero, nuestro propio gurú, un argentino con una mirada tan penetrante que se te erizan los pelos de todo el cuerpo al notar como te está leyendo el aura. Gracias a Jero y a sus conjuros con velas, amuletos y demás, estoy licenciada. Que sí, q yo estudio mucho y todo eso, pero aquellos dos créditos que no me querían convalidar ni de broma en Santiago por haber hecho un cursito de catalán y que necesitaba urgentemente para volverme a Barcelona a seguir teniendo subidones de felicidad y con un título bajo el brazo, pues para mí son obra y gracia de las energías positivas de Jero, que tengo mucha fe en él, coñe.
Pues mi madre, que en su trayectoria cuenta con haber asistido a un exorcismo o haber publicado una oración a San Judas Tadeo en el Diario de Pontevedra para que mi hermano encontrara de una vez su camino en la vida, ha vuelto a visitar a una bruja. Y antes de nada he de decir que mi madre es una mujer normal, muy especial, pero normal. Ni una beata ni una rarita, simplemente pelín supersticiosa.
Pues esta última bruja a la que visitó hace poco les dijo que le habían echado un mal de ojo a la familia de su marido, por lo que claro, ella también necesitaba purificación, por si acaso. Las energías negativas esta Señora Bruja las captaba mediante bostezos. Lo mejor de todo es que la chica que trabaja en mi casa, liada por mi madre a acompañarla, también bostezaba contagiada por la Señora Bruja. Menudo cuadro.
Pues el remedio para limpiar el mal de ojo era pasar nueve veces por debajo de un puentecillo que había en aquel pueblo y cruzar un regatillo que corría por debajo, pero sin que pasara ningún coche encima del puente durante las nueve veces porque habría que volver a empezar. El caso es que mi madre, con sus zapatitos nuevos de Pilar Burgos no podía ponerse a cruzar ríos de ningún tipo, con lo que la Señora Bruja, muy precavida, le prestó unas katiuskas de la talla 40, con lo que mi pobre madre pensaba, de vuelta en vuelta, que el mal de ojo se lo quitaría, pero que de allí salía con una pierna rota seguro.
Grandes momentos de mi familia. Prometo más capítulos.
Niños/niños, Futuro/futuro
Trabajar con niños puede ser algo maravilloso o la tortura más grande del mundo. Yo aún no he decidido en que bando estoy. Hay días que pienso que, a pesar de la afonía, del estrés y de que me tomen por el pito del sereno, es un trabajo fantástico. Y otros, como ayer, víspera de puente, en los que desearía estrangular a unos cuantos sin pensármelo un segundo.
Entre los más pequeñitos hay una mesa que cada día me dedica la siguiente canción: "Natalia se ha hecho pis en el saco de dormir". Ahí empieza una sucesión de momentos escatológicos protagonizados por mí. Cada día.
Tengo un club de fans de unos 6 años a los que doy clase de gallego entre bocado y bocado y que entremedias me cuentan chistes del tipo:
- Qué le dice un espaguetti a otro espaguetti?
- "Oye, mi cuerpo pide salsa..." (Este va para tí, Vargtimen)
Otro grupo se dedica a llamarme "Zanahoria" a voz en grito (o su variante catalana, Pastanaga). Lo más curioso es que el cabecilla de este grupo es pelirrojo, pelirrojo, y pelirrojo natural, evidentemente.
Tengo otro grupillo de niñas, a los que ya ni me acuerdo cómo, les conté la historia de que cada noche me convertía en mariposa. Cada día se añaden más detalles a la historia original, que las niñas siguen con entusiasmo (y alguna pequeña duda), como que me convierto repentinamente tras un estornudo. Nada más llegar, siempre hay alguna que me pregunta si esa noche también me convertí en mariposa.
Por el comedor van pasando niños de todas las edades. Hasta de la ESO (un escalofrío recorre mi espalda). De esos prefiero mantenerme apartada, ya que no conocen la educación ni las buenas maneras. Y yo no es que emane autoridad precisamente. Y menos ahora que me han puesto un gorro que parece la redecilla de los rulos por el que tengo que explicar a todas horas que no tengo piojos ni nada parecido si no que Sanidad obliga.
Después del comedor tengo que bajar al patio a buscar a los de 6º, que son mis niños en propiedad, y vigilarlos hasta que llegue su profesor, gran pope de la autoridad sobre estos salvajes. Ayer castigué a los tres primeros de lo que presiento será una larga lista (con 10 minutos menos de recreo, tranquilos, no con agujas bajo las uñas).
Pero claro, después viene una niña, que con toda su buena voluntad me regala una foto de María Isabel en pijama en su camita, bajo un crucifijo, y vuelvo a pensar que trabajar con niños puede ser algo maravilloso.

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