lunes, 15 de octubre de 2007

Febrero 2007

Sobresalto, desasosiego y convulsión
Estoy conmocionada, verdaderamente conmocionada. Porque siempre es muy triste que se nos vaya alguien tan joven y poniéndole cara y blablablá. Pero sobre todo porque puede que se me vaya a la porra la ídem sobre el nombre del futuro retoño de los príncipes. Y una princesa de este nuestro país que se llame Erika no puedo ni quiero imaginarlo. Seguro que Jaime Peñafiel tiene los mismos quebraderos de cabeza que yo en estos momentos.
Pero dejando esta mediática noticia de lado por un momento, estoy conmocionada porque al lagarto del Park Güell le rompieron el morro unos vándalos. Aún diría más, estoy alterada, crispada y encolerizada. No hay nada que le saque más de quicio a la pequeña arqueóloga frustrada que llevo dentro e incipiente trabajadora del mundo cultural que soy que me toquen el patrimonio. Y si es un patrimonio tan guay como ese lagarto del Park Güell, alegría de niños y mayores y símbolo de la Barcelona de mis entretelas, pues peor me lo pintas, oye.
Del amor y otros demonios
A mi primer amor lo conocí en la playa y se llamaba Juan Bosco. Tendría yo unos 8 años. Era nuevo y el más gamberro del lugar. Era un niño guapo como un sol y tenía el pelo rubio cortado a la taza, cosas de la época. Fue amor a primera vista.
Era tan malísimo que enseguida consiguió una horda de fieles seguidores para sus ideas más descabelladas. Yo, que en mi más tierna infancia tenía alma de líder (faceta que con el tiempo se fue atenuando hasta desaparecer por completo), también capitaneaba mi propia pandilla. Y claro, los enfrentamientos eran constantes, ya que mi playa era muy pequeñita y no había sitio para todos. Nosotros dos no nos enfrentábamos nunca, incluso diría que nos respetábamos y manteníamos las distancias, pero mis pequeños secuaces y los suyos siempre estaban a la greña.
Los veranos iban pasando y nosotros íbamos creciendo. Juan Bosco empezaba a apuntar maneras de lo que sería años después, y siempre iba seguido de un nutrido grupo de admiradoras, a las que tomaba el pelo todo lo que quería y más. Todos mis amigos le odiaban y a día de hoy aún es un nombre que no les hace demasiada gracia oír. Los enfrentamientos seguían, incluso llegando a llamar a los hermanos mayores de cada uno, menudos macarras de pacotilla que estaban hechos.
Pero hubo un verano que no sé porqué, nos acercamos. Medio en broma, medio en serio, me encontré siendo la novia de Juan Bosco, para disgusto de mis amigos y de las chicas de la zona. Él era un golfo, para qué nos vamos a engañar, pero me hacía reír muchísimo. Una noche fuimos al cine, toda la pandilla. Philadelphia, aquella de Tom Hanks. No recuerdo mucho más porque durante la peli él me besó. Mi primer beso. Un beso que pocas veces pude repetir. Siempre digo que tuve un gran maestro, el mejor. Y a los pocos días, el verano se acabó y él se fue.
Vinieron otros veranos y otros besos con Juan Bosco, pero ninguno como aquel primero. Cada vez era más liante, y todas las chicas de kilómetros a la redonda habían pasado por sus brazos o estaban en proceso de conquista. Pero a mí aún me escribía cartas de amor años después, me llevaba en su moto o recibía una repentina llamada telefónica para hablar un rato.
Lo último que supe de él es que estaba medio escapado después de no sé que líos que no me extrañaron nada. Los dos dejamos de ir a esa playa. Aún a día de hoy creo que sigo sintiéndome irremediablemente atraída por los Juan Bosco de sonrisa perfecta que encuentro en mi camino.

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